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Sociedad 08.05.2016

EMBLEMA DE LA NOCHE ROSARINA

A los 89 años falleció "Rita La Salvaje"

Su fama se forjó en los años 60 en los cabarets de la ciudad. Pasó sus últimos días rodeada de unos pocos amigos y lejos de aquel esplendor.

Por: Agenciafe/La Capital /

 Al final parece que es verdad, la fama es puro cuento. Por lo menos en el caso de Rita el tango se cumplió casi como profecía. Después de los brillos, halagos y aplausos quedó a la orilla del camino y sólo la solidaridad de un grupo de amigos la salvó para sobrevivir. Así llegó a pisar los 90, que cumpliría el próximo 15 de junio. Fuerte, de parada brava y mirada profunda, la mujer que encendía las noches rosarinas terminó casi inadvertida. Con más olvido del que hacían presumir aquellos tiempos dorados, falleció ayer en el Pami I. Sus restos serán inhumados hoy, a las 9, en el cementerio La Piedad.
 
"Todos la querían para la foto, pero si no le dábamos un pulóver, lavábamos sus frazadas o Patricia (Santana) no la visitaba en sus internaciones, hubiera terminado aún más sola", dijo la cantante María Elena Sosa, quien junto a su esposo, Roberto Santana, la cuidaron los últimos seis años, cuando dejó la pensión y se fue a vivir en familia, con dos baúles donde sólo había algún tacón y alguna estola, rastros ajados del pasado que eligió cuando dejó Isla Maciel (Buenos Aires) y todo rastro de familia, confiada en un par de piernas que causaban estragos y un desparpajo que hizo época.
 
Durante ese tiempo participó de la vida cotidiana con el límite de una sordera que le impedía atender a quienes llegaban para escucharla relatar su vida. "Una vez vino la producción del programa de Gerardo Rozin para entrevistarla en un homenaje que le estaban preparando a Raúl Lavié, con quien había actuado Rita, pero no pudo grabar porque no escuchaba", relató Roberto. Y dijo que unos cuatro años atrás, el alzheimer también comenzó a desgastarla. Los últimos meses, cuando necesitó cuidados más específicos, quedó internada en un geriátrico.
 
"Se bañaba a las seis con agua helada porque decía que así mantenía la circulación de las piernas, de las que estaba orgullosa", contó Santana.
 
Treinta años atrás fue Enrique Llopis quien interesó a quienes podían dar una mano y ayudarla. Se fue a vivir a la editorial que tenía Quique, en Catamarca e Italia, donde sorprendía a quienes llamaban por teléfono. Luego pasó por varios domicilios, siempre a estar de la preocupación de amigos y conocidos. El devenir terminó en una pensión de calle Urquiza, en una habitación que daba a la calle, donde su risa estridente no siempre era bien recibida por el resto.
 
"De allí la sacó mi hermana, habíamos perdido a mi mamá y la cobijamos un poco desde ese lugar", relató Roberto en medio de anécdotas. "Un día vinieron a filmarla y ella atendió la puerta, le dijeron señora perdone estamos buscando a Rita La Salvaje, y ella respondió «Ah, Rita es mi mamá, pobrecita está internada en Oliveros» y los despidió, cuando le pregunté porqué había hecho eso, me sorprendió. Dijo: «¿Acaso no dicen que tengo una hija y estoy loca?, bueno, que lo sigan pensando»".
 
"No la jorobaban así nomás, era muy desconfiada, muy sentida de cosas de la vida, la ayudó muy poca gente y se daba cuenta; así como agradecía a quienes de verdad le daban una mano, así fue sobreviviendo, fue muy difícil", explicó Santana. Cuando le pedían notas periodísticas solía sacar a la luz la amargura del olvido. "Decía que no le habían llevado ni un paquete de yerba, que ahora querían escuchar su vida y no los atendía".
 
¿Qué quería saber la gente? "La historia, la vida, ella pasó la barrera del mito. Hace muchos años Andrés Percivale dijo «es como ir a Rosario y no conocer a Rita La Salvaje». Nosotros tuvimos la suerte de disfrutarla y atesoramos sus anécdotas", comentó Roberto.
 
"Ella decía que había conocido a Isabel Perón en Venezuela y contaba relatos de sus viajes, un día mostró el pasaporte que aun conservo y pudimos ver estadías en Panamá, Costa Rica, Puerto Rico, Nicaragua; fue meses enteros como bailarina", relataron los Santana que la asistieron hasta último momento.
 
Pero fuera de esta buena voluntad, no pasan por alto el tiempo muerto en que sólo interesó el mito, mientras Juana González mezclaba noches de Pichincha, amores y sueños y conservaba a porfía el desparpajo en su risa estridente.

“Llegará el día en que una sola zanahoria, observada con los ojos nuevos, desencadenará una revolución”

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