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Deportes 20.07.2017

LA PRIMERA VEZ QUE FONTANARROSA VIO UN CLÁSICO RIVER-BOCA

La primera vez que el Negro vio un clásico River-Boca en la cancha fue por invitación de El Gráfico. El artículo que escribió luego es el que eligieron los lectores para volver a disfrutar en el 94 aniversario de nuestra revista. En la encuesta aventajó a otras dos notas muy recordadas: la primera consagración de Maradona con el Napoli y el día que Diego conoció a Pelé.

Fuente: El Gráfico

Nota publicada en la edición de mayo de 2013 de El Gráfico

 

De la misma forma en que el coronel Aureliano Buendía ansiaba conocer el hielo para, de una vez por todas, saciar su curiosidad, empezar con buen pie “Cien años de soledad” y postular a Gabriel García Márquez como futuro Premio Nobel de Literatura, yo ansiaba ver un River y Boca.

» He estado algunas veces en la cancha de River, pero, salvo en la tarde de Argentina-Holanda del 78, nunca la he visto tan llena. Sólo para esa final vi tanta gente. Y no creo que sea la misma. Al menos, no alcanzo a reconocer a ninguno. Es cierto que han pasado ya varios años pero no detecto rostros familiares. Cerca mío supongo reconocer a uno. Es un holandés, que también me mira con rostro de complicidad. Lo identifico porque no salta.

» Es un domingo de sol esplendoroso. Con un estadio, el mayor del país, cubierto completamente. Está el colorido de las tribunas, las incontables banderas (hasta una inglesa veo, valioso aporte de los hooligans, quizás, al máximo encontronazo del fútbol argentino). Está el árbitro y los dos equipos formados para comenzar el partido. Y un césped verde impecable. Cierro los ojos y trato de recordar dónde he visto antes esta escena. Debo remontarme a la remota infancia: la he visto muchísimas veces en las tortas de cumpleaños. Los dos arquitos, los equipos formados, los jugadores de pasta clavados en el bizcochuelo sosteniendo cada uno, una velita. En Rosario, esa escena era frecuentemente ocupada por los muñequitos de Central y Ñuls. Pero cuando el niño es pequeño, cuando aún no ha definido el color de su pelo, su ideología política ni su tendencia futbolera, no es raro que las madres se inclinen por la perdurabilidad de lo clásico: River, Boca y dulce de leche en el medio.

» El estadio es de River, los colores son de River, los controles y auxiliares son de River, pero todo lo demás parece ser de Boca. Estoy rodeado de boquenses, atrás, a los costados, arriba. Y no son de los más tímidos. Gritan, saltan, vociferan. Debe haber gente de River, no lo dudo, pero no se dan a conocer, no se identifican. Se los puede adivinar por un gesto contrariado, un rictus severo, a veces, un manotazo veloz y crispado cuando alguna pelota da en un palo. La gente de Boca me hace acordar a la hinchada de Central. La de River a la de Newell’s. La hinchada de Boca, en cambio, se acuerda de Menotti. La de River, de Alonso. Pero no se puede vivir de recuerdos.

» Los primeros quince minutos son de River. Apenas larga, el Ruso Hrabina la toca para atrás buscando al arquero. Llega Centurión (viejo tiburón de aguas cálidas) y le entra flojito desde dos metros a las manos de Navarro Montoya. Estamos todos fríos, el Ruso, Centurión, el árbitro, los chocolatineros y nosotros. Parece como si nadie asumiese la importancia de esa jugada crucial cuando todavía no han pasado dos minutos. Si Centurión la metía, el curso de la historia podía volcarse. Pero también si Napoleón hubiese vencido en Waterloo, tal vez los hinchas de River estarían ahora festejando.

 

 

REPRODUCCION de la primera página de la nota escrita para la edición 3598 del 18 de septiembre de 1988.

 

 

» Es difícil ver bien desde la platea. Hay gente parada en los pasillos y parada sobre las plateas. Me tengo que incorporar, a mi edad, por cada ataque de River y por los nervios. Entonces me pregunto: ¿por qué estoy nervioso, si yo soy hincha de Central? Es muy difícil no estarlo. Hay una carga eléctrica en estos partidos. Una energía que dinamiza y crispa, sea el partido bueno, malo o regular. Después los argentinos nos sobresaltamos cuando nos sorprende una sobrefacturación del fluido. Es por este tipo de cosas.

» Van quince minutos y alguien grita: “¡Che, Boca, ya empezó el partido!”. Pese al estruendo del público, pese al ulular constante de las hinchadas, Boca lo escucha. Tapia cambia una pelota a la izquierda por la espalda de Basualdo y Barberón le pega un zurdazo bajo que se va junto al primer palo. Más tarde lo tendría Tapia, tras desborde de Graciani por la derecha. Llega como ocho y le da de zurda, sacudiendo el triángulo lateral de la red por el lado de afuera. River contesta, Basualdo se suelta como siete y la cruza al medio, donde Centurión no alcanza con el arco descubierto. Pero después es de Perazzo, el goleador ausente, el hombre al que algunos memoriosos habían visto hacer goles. River juega al offside, una pelota terca, como en las maquinitas electrónicas del “pin-ball”, rebota en todos los rebotes y lo sirve a Walter disparando hacia el arco. La mide y la pone abajo, donde no llega nadie. Ni el gol. La pelota pega en el poste, cruza el arco y se escabulle por el otro lado.

» Hay una ley llamada “Ley de Murphy” que dice, sabiamente: “Si algo pude funcionar mal, funcionará mal”. Hay otra ley, más conocida y complicada, tal vez, que es la Ley del Offside. A veces ambas leyes se entrecruzan y un marcador que no sale a tiempo o un zaguero que sale demasiado pronto o un linesman que desconoce ambas leyes, produce el cortocircuito. Y así como hay gente que se propone achicar el Estado, la última línea de River procura achicar el terreno. A los hinchas de River se les suben los sentimientos a la garganta durante los noventa minutos.

» Visto de atrás, un jugador de Boca es un jugador de Boca. Usted puede ver un jugador de Boca en la cola del cine, adelante suyo y pude decir, sin temor a equivocarse: “Ese es un jugador de Boca”. Es más, si se le ve el número puede decir: “Es Simón. O Marangoni”.

Ahora, si usted ve un jugador de River de adelante es un jugador de River. Pero si lo ve de atrás, puede ser de River, de Huracán, de Argentino, de Rosario o del Deportivo Cúcuta de Cúcuta jugando con la camiseta suplente. ¿Quién quitó las bandas rojas de las espaldas millonarias? No puede aducirse que sea un sitio destinado a publicidad. Al menos, yo no vi allí ningún reclamo de tal tipo. Tal vez están aguardando ofertas. Lo cierto es, que en algún lugar de los vestuarios locales deben estar, tiradas, las bandas rojas que ya no brillan sobre los dorsales de los jugadores riverplatenses.
 

SEGUNDO gol de Boca en el Monumental. El toque de Alfredo Graciani deja sin chances al Flaco Comizzo para sellar el 2-0.

 

 

» Se agota el partido y ya, entre pelotazos para arriba y toques imprecisos, comenzamos a pensar en la ruleta rusa de los penales. Pero se va Pico por la izquierda, la cruza larga, llega Tapia y no se anima de derecha, gira sobre la línea de corner y la cambia, suave y malintencionada, por arriba hacia el segundo palo. Por detrás salta Walter, la frentea débil y calculada y la mete adentro. Sin furia, como diciendo “¿Por qué tardaste tanto?”. Revienta el estadio y los de Boca van a caer, revueltos y sudorosos, bajo la cabecera que los ha alentado todo el partido. No faltan las explosiones, los papelitos, los puños cerrados, los besos a la camiseta, esas venas hinchadas que hacen aparecer los cuellos como viejos troncos de árbol. Todo, todo lo que hace a un partido de fútbol en la Capital de los argentinos. ¡Es lo que he venido a ver, caramba! ¡Qué triste hubiese sido mi regreso sin ningún gol para contar! ¡Qué hubiese dicho en “El Cairo” si regresaba con la mecánica obligación de narrar penales o atajadas desde los doce pasos! Tal vez no hubiese vuelto, por vergüenza, y me hubiese radicado en Buenos Aires.

» River quema las naves. Perdió el atildamiento y el intento por jugar con mesura la pelota. Ha entrado Rinaldi, quien, con Higuain y Tapia es un compendio de amores cruzados y tumultuosos. Ayer de Boca, hoy de River. Ayer de River, hoy de Boca. Hay reproches duros, palabras ácidas, recuerdos de goles perdidos o encontrados. Una maraña de sensaciones salvajes. Un tema medular para una telenovela de cariños traicionados. Enrique es el toque impulsivo y meridional de la trama. Arranca por la izquierda y le pega de zurda para los que vienen. Pero le sale al arco y el pelotazo sacude el primer palo de Navarro Montoya, el mismo que fuera castigado por Perazzo. Hrabina anuncia un zurdazo desde el fondo y la cruza larga. Graciani, los ojos muy abiertos, la nariz filosa, como tantas y tantas veces en su destino de puntero, gana la posición en su diagonal hacia adentro y la mata cuando baja. Casi antes de que llegue al piso, atisba un resquicio junto a la cadera de Comizzo y la toca allí. La bola se va picando hacia la red y Graciani sigue disparado hacia la tribuna de Boca, saltando los carteles de publicidad, especialidad que ya, hoy por hoy, debería exigírseles a todos los goleadores.

Conoci el mar ya de grande, cuando había pasado la veintena. Estuve después en las pirámides, cerca de El Cairo (el verdadero), atraído por la leyenda de Keops, Kefrén y Miserino, aquel terceto central como nunca más volvieran a tener los egipcios. Y vi un River y Boca en cancha de River. “Puedo morir tranquilo –aseveró cierta vez un agudo estadista norteamericano-. He visto al hombre llegar a la Luna y he visto el perfil de Jane Mansfield”. Yo no tuve el gusto de conocer a la señorita. Pero vi una película de Isabel Sarli. Y he visto jugar al “Gitano” Juárez.

Por Roberto Fontanarrosa. Fotos: Archivo El Gráfico

“El primer síntoma de que estamos matando nuestros sueños es la falta de tiempo”

Paulo Coelho